RELATO DE UNA VIAJERA OCCIDENTAL...

Llegué a Amritsar, la sagrada ciudad de los sikh, huyendo de otra coordenada de alto peregrinaje, Varanasi. Después de un día de espera en la estación de tren de la ciudad a orillas del Ganges, escapé de las muchedumbres enfervorizadas y extáticas, y de los viajeros atascados por un accidente ferroviario. Se habían agotado los boletos a casi todos lados y pregunté por Amritsar. Más por desesperación que por audacia, me salté la burocracia de reservaciones de tren y corrí al andén sin un boleto o formulario en mano, dispuesta a comprarlo arriba. Tuve suerte: encontré sitio en la mejor clase, con sábanas de algodón, aire acondicionado y una chica que daba las buenas noches. Había visto la foto del Templo Dorado y el recuerdo me armó de paciencia para encarar las 22 horas de viaje. Pero nadie me advirtió que estaba transportando mis mejillas hacia una cachetada de devoción. En Amritsar hasta en los más ateos reverbera un destello de algún tipo de fe. Quizás es un tránsito sensorial por una postal del derecho y el revés de la India, el encanto de la tela y el interior de la trama.
En esta ciudad de un millón de habitantes es posible inhalar los aires de una patria aparte, y ligada de raíz a la historia política, a la belleza y a la filosofía de un país mítico entre los trotamundos. Quizá por su pasado inestable, esta coordenada no ha sido —aún— popularizada por el turismo occidental. Las cosas podrían cambiar: el Templo Dorado fue nominado para convertirse en Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Hasta los sikh tiemblan. Camino al néctar Después de 15 chais —té con clavo, canela, cardamomo, pimienta, leche y azúcar—, cena vegetariana y sueño mecido por el suave andar del vagón, llegué a Amritsar junto con el sol. Turbantes deambulaban sobre las cabezas de hombres barbudos y longilíneos. Estaba fresco y noté mayor presencia de soldados, algunos con armas y otros, me pareció, con dagas. A 29 kilómetros de la frontera con Pakistán, hacía cuatro días había estallado una bomba. Apenas astilló vidrios: poca cosa en la historia de Amritsar, que a pesar de su nombre poético (significa “néctar de la inmortalida

d”) se escribió con litros de sangre. Hoy la capital del estado del Punjab es bastante apacible, pero en su pasado abundan las matanzas que cambiaron la historia nacional. Una de ellas fue la represión británica de una marcha convocada por Gandhi en 1919. Dejó 379 muertos, 1?200 heridos e inspiró al Mahatma a lanzar su campaña de no violencia y no colaboración con las autoridades inglesas.
En 1947, cuando el país se independizó, el norte se dividió. Los musulmanes formaron Pakistán. Hindúes y sikh quedaron del lado indio, tras masacres varias. Hoy la región es el granero nacional, con sus campos de trigo, algodón y arroz, la producción de un tercio de los lácteos del país, desarrollo industrial y logros que, dicen, tienen que ver con los sikh: una minoría religiosa y orgullosa de su centro de peregrinaje. Llegar a un sitio desconocido y exótico es maravilloso y perturbador. En la estación de tren empieza el acoso por portación de cara —el que no es indio es gringo— y el “cheap, very cheap taxi, hotel”. Abordar esos taxis siempre me ha resultado mal negocio: el chofer dice que el hotel al que voy cerró, no existe, es una mugre, es peligroso. Y termina llevándome a otro sitio, del que me mudo al día siguiente. Pero hoy estreno táctica: le pido a un rickshaw que me lleve al Templo Dorado y al subir pongo voz de actriz de cine extraviada, le advierto que estoy loca, y que ni se les ocurra llevarme a otro sitio porque me daría un ataque de nervios. Funciona: el chofer me mira y se ríe, el acompañante (al que casi siempre presentan como “mi tío, no problem” pero es el amigo que cobra la comisión) se baja y se va. El aroma del pan cocido en tandoori (horno de barro) llena la mañana. En diez minutos estoy en la ciudad antigua, una telaraña de callecitas y bazares serpenteando la zona amurallada.
Los vehículos sólo llegan hasta la avenida circular que la rodea con oficinas de informes, mercados, agencias de viaje. En el interior de ese complejo están los monasterios, hoteles para peregrinos y el famoso Templo Dorado, el equivalente de la Meca musulmana o el Vaticano católico para los sikh. Esta religión no adora a un dios de nombre famoso sino encarnado en un concepto: la verdad. Bienvenidos todos Para entrar al predio hay que cubrirse la cabeza. Las occidentales improvisamos turbantes. A los varones les prestan o venden pañuelos naranjas (10 rupias, 25 ce

ntavos de dólar). Cuando se lo anudan en la nuca, parecen piratas al lado de los impecables y devotos sikh. Mírenlos pasear o custodiar la entrada del complejo, como personajes de un parque temático espiritual. Túnica hasta los pies y turbante azafrán, fucsia, azul marino: siete metros y medio de tela plegada en la cabeza. Algunos llevan dagas o espadas, símbolos del compromiso de defender al más débil. Lucen como guerreros feroces de sonrisa serena y jamás se cortan la barba ni el pelo. “Sikhlandia” es otra patria de India.
En el suelo, ni un papelito. En el aire límpido, silencio, murmullo de pasos y brisa que trae cánticos lejanos. Bendición: no se permite el ingreso de autos ni motos (si el infierno existe, debe estar lleno de claxons). Las edificaciones son bajas, blancas, lisas y eficaces como la leche, con rejas arabescas, cúpulas y roscas de merengue. Soy una niña en una maqueta de otra época. Hace más de 500 años, mientras Colón descubría América, el poeta y filósofo Nanak, nacido en un pueblito de lo que hoy es Pakistán, fundaba la religión más joven de la India. “Dios no es hindú ni mahometano”, decía Gurú Nanak, mientras juntaba elementos de las dos corrientes y recorría Asia atrayendo sikh, que en sánscrito significa “discípulos”. Cuando le preguntaban el nombre de Dios, Nanak respondía: “Sat Nam” o “La Verdad es su nombre”. Llamaba a meditar para acercarse al conocimiento divino. Compartía con el hinduismo la creencia en la reencarnación, afirmaba que estaba al alcance de todos, pero se oponía a la distinción de castas. De ahí que el Templo Dorado esté abierto a extranjeros, sin distinción.
Incluso ofrece alojamiento gratuito en el predio. Hay dormitorios comunales donde hombres y mujeres duermen separados, y hoteles con habitación doble y baño privado a cambio de una colaboración simbólica (estipulada en un dólar). La mía queda en un edificio que luce como un palacete, pero adentro es lo que una guía calificaría de espartana. Colchón decente, baño privado, cierto olor a humedad pero limpiecita. El banquete comunal Diviso el estanque de agua con el néctar que nombra la ciudad. De repente veo un gentío que va hacia un costado y lo sigo. Un barbudo me intercepta, me entrega presto una cuchara, otro me da un plato de aluminio. Me siento sobre una esterilla en el piso, con las piernas cruzadas, junto a la multitud. Extiendo el cuenco mientras alguien por el pasillo central corre sirviendo arroz (¡con la mano!) a toda la fila, rápido y sin detenerse. Detrás viene un cucharón de dahl —guiso de legumbres—, yogur y un postre parecido al arroz con leche. Junto las manos con las palmas abiertas a la altura del pecho y alguien deposita ahí dos chapatis (panes). Los que están sentados enfrente comen y sonríen. Me siento un extra, feliz de participar en una ceremonia reservada a los protagonistas. Esta cantina comunal da de comer gratis a 10 mil personas por día. La comida no es nada del otro mundo pero el gesto sí.
Ellos creen que ofrecer alimento a todos refuerza la idea de igualdad y va con las reglas de la filosofía sikh: ser generoso, compartir ganancias y servir a la comunidad. Alguien me cuenta que a Nanak le siguieron nueve gurús. A uno de ellos, Ram Das (1552-1574), le debemos la fundación de esta capital. A su sucesor, Arjan Dev, el monumental templo de finales del siglo xvi, que ahora vislumbro a la derecha, con su cúpula dorada, centelleante, el edificio más importante. Se construyó para guardar un libro, el Adi Granth, donde están los himnos que derraman los altoparlantes del predio, como

un mantra que se hunde en el cuerpo y se graba en las células hasta que lo cantan solas. Al acercarse al estanque hay que dejar los zapatos en el guardarropas y cubrirse la cabeza. Mi turbante se ladea y un sikh me sugiere lo acomode. Otras reglas del predio prohíben el tabaco y alcohol, así como tener relaciones sexuales en el complejo. Sikh amables controlan lo controlable. Y vertientes de agua lavan los pies peregrinos. Apoyo los talones húmedos sobre el mármol frío que rodea la piscina del néctar. Era un lago con propiedades curativas, rodeado de bosques y fue excavado para la construcción del Templo Dorado o Harmandir, que ahora flota en el centro. Si miro la cúpula recubierta de cien kilos de oro, me parece que el sol me entibia más la cabeza y que los ojos se ciegan. La visión en 360 grados es sobrecogedora. Ahora la música se escucha poderosa. Hombres y mujeres se quitan algo de ropa y se sumergen en el agua fría con la cabeza cubierta. Algunos inician en la purificación a los hijos. Se sumergen hasta el cuello, levantan las manos al cielo, repiten mantras y sus pupilas se pierden en la nada. Otros se sientan bajo las galerías a contemplar. Yo camino, con otros, alrededor de la galería. Paso por lugares que recuerdan la sangre derramada. Ahí están las torres vigía, con las cimas destruidas por la operación Estrella Azul.
Ocurrió cuando un grupo de sikh ocupó el Akal Takht, segundo santuario más sagrado del Templo Dorado. Indira Gandhi ordenó un ataque paramilitar y el predio fue bombardeado. Murieron 200 personas y entre las víctimas había peregrinos. Esto provocó el asesinato de Indira Gandhi, cuatro meses más tarde, a mano de sus guardaespaldas sikh. El complejo que rodea el estanque es de mármol pulido. Hermana las arquitecturas hindú y musulmana. Algunas piedras llevan los nombres de los exilados en el Reino Unido, Estados Unidos o Canadá, que ayudaron a la edificación. De estos países llegan muchas visitas. Algunos preguntan de dónde soy, entablan conversaciones amables, explican. Al borde de las aguas hay un monasterio del siglo xvii, una torre de reloj victoriana y cuatro cabinas de cristal elevadas. Allí sacerdotes leen las sagradas escrituras y se turnan cada 48 horas, el tiempo que requiere repasarlas completas. En otra de las esquinas está el Árbol de la Fertilidad, plantado hace 450 años por Babba Buddhaya. Las mujeres cuelgan cintas de sus ramas. Un puente cruza el estanque hacia el interior del templo famoso. Pero hay tanta gente que prefiero vagar por la ciudad. Delicias del norte Acá también existe un culto de placeres terrenales. Los sikh tienen fama de ser buenos anfitriones: por hospitalarios y buenos cocineros. Dice el refrán: “Nadie muere de hambre en Amritsar, pero se puede pecar de excesos”.
Me habían dado un buen consejo: la mejor comida está en los dhabas o comedores callejeros, muchos en las calles laterales al templo. Sobre las veredas o en las mesas adentro, se cruzan conductores de rickshaw y señores ministros en busca de comida sabrosa, fresca, auténtica. No alcancé a probar todos los manjares que ofrece la ciudad pero hice lo que pude. Mientras me perdí sin rumbo en la ciudad antigua y sus bazares, probé la famosa kulcha amritsari: un pan redondo cocido en tandoori, relleno con papas o coliflor, cubierto con abundante ghee (manteca clarificada), pimienta y acompañado de chutney de tamarindo, menta, cebolla y chile verde. Se toma como desayuno o almuerzo temprano, y se baj

a con chai o lassi (batido de yogur) espumoso. Otra delicia folclórica es el pescado amritsari, que duerme marinado con jugo de limas y chile, y se sirve frito, con hierbas y especias. Existen infinitas versiones de parathas (pan integral con vegetales), puri (pan crujiente y frito) con garbanzos o papas, dahl y curries de cordero. Abunda la cocina internacional, los platos chinos y mongoles, y hasta pâtisseries donde hacer un alto, tomar un café, leer la prensa y saborear galletas crujientes de pistache y nuez de la India. En esta cuenca lechera los yogures son deliciosos. Los postres a base de crema o leche enloquecen a los punjabis mientras que para los occidentales son el antídoto a sabores muy persistentes. Amritsar está lleno de negocios de dulces, en general a base de lácteos, sémola, almendras, ghee y especies; ingredientes sagrados. Por eso se los ofrece también a las divinidades. Típico de la zona es el gajjar ka halwa de zanahorias, crema, azafrán y canela; y el cremoso malai kulfi (casi helado), solo o con frutas secas. Estamos cerca de Wagha, único paso fronterizo terrestre con Pakistán. Y se nos ocurre ir a la ceremonia que cada atardecer atrae a los turistas de ambos países. Es una extraña y hermosa mezcla de hip hop, acid jazz, tabla, cítara: arranca con una danza empantanada de cuerdas y termina en un trance galáctico. Extraños ritos de frontera La frontera con Pakistán es más estricta que otras fronteras. Casi no hay gente que cruce, salvo extranjeros. Los turistas pakis e indios llegan hasta la línea donde los países se besan. Son cientos, quizá miles y vienen a ver esto. Se sientan, como nosotros, en gradas elevadas, cada uno de su lado, separados por unos 200 metros, los mástiles y los ejércitos. El aire se calienta con cánticos estilo hinchada de fútbol. —Viva India carajo. —Pakistán-tán-tán —llega el eco de enfrente, con furia. El griterío se mezcla con la música de Bollywood que grazna desde los parlantes. La gente salta, baila, agita banderas, se envalentona a medida que el sol se desmaya. Con esa batucada de fondo aparecen los soldados. Se ven ridículos con sus gorros rematados en enorme penacho rojo, maxibigotes en punta, faja a la cintura, botas de charol en blanco y negro, y un paso coreográfico. El público vitorea al bajar las banderas, y se retira contento, con la cámara digital en la mano.
El cielo está estrellado sobre el Templo Dorado. Voy directo a la pulpa del fruto. Avanzo por el puente como en una pasarela acuática. Las luces exageran los espejos sobre el lago. Tengo la sensación de entrar a un cuento de Las mil y una noches. La gran cúpula tiene forma de loto invertido para simbolizar el interés sikh por lo terrenal y lo espiritual. Durante el reinado del Maharaja Ranjit Singh (1780-1839) se ornamentó este “barco que atraviesa el océano de la ignorancia” con esculturas de mármol y piedras preciosas.

En el interior del santuario, tapizado de oro, plata y mosaicos de marfil, están prohibidas las fotos. Sobre un trono de seda e incrustaciones de diamantes descansa el Adi Granth original y a su lado los músicos tocan en vivo flauta, batería y cuerdas. De ahí venían los cánticos. Subo al último piso y contemplo el predio en la noche, como una ciudad surgida en la imaginación. Por un instante es real. Antes de salir, un sikh con un tazón en la mano me acerca prasad: mezcla de cereal con dulce que según veo se toma a puñados. Es de las pocas cosas que me resistí a probar: tomé una porción escueta y la deshice entre mis dedos pegajosos. Quizás por miedo a caer bajo algún embrujo más. Me tocó partir una madrugada. El tren salía a las seis, así que me desperté a las cuatro y por única vez en la vida no me molestó. Ni siquiera tuve que preocuparme por el taxi: para los peregrinos que van a la estación ferroviaria parte un autobús desde el complejo (estos sikh tienen todo arreglado). Es de noche y el Templo Dorado resplandece como una fantasía con música. El autobús se aleja y en el cuerpo de los peregrinos siguen sonando mantras. Se me ocurre que es el sitio más devoto que he conocido. O un lugar donde refugiarse tras el Apocalipsis.
GUÍA PRÁCTICA Cuándo ir: entre octubre y marzo. Se recomienda llevar ropa de abrigo. La temporada de monzones va de julio a septiembre y los veranos son agobiantes. Dónde dormir El Templo Dorado recibe gratis a peregrinos, en dormitorios comunes divididos por sexos por un máximo de tres días. Hay hoteles o gurudwaras con habitaciones privadas con baño, agua caliente y ventilador que cobran un donativo de un dólar diario y un depósito que se reembolsa al salir (200 rupias: 5 dólares). Es la única manera de alojarse dentro del complejo del templo. El más recomendable es el Gurudwara Hargobind Niwas, con 88 habitaciones dobles. Como regla general en India, conviene viajar con un par de sábanas propias. Salvo en época de festivales, suele haber lugar. Se puede ir directamente o reservar al menos con siete días de anticipación, y en breve se tomarán reservas en línea (Shiromani Gurdwara Parbandhak Committee: Teja Singh Samundri Hall, Amritsar; T. 91 (183) 255 3951; F. 91 (183) 255 3919; www.sgpc.net/sarai booking/index.asp; sgpc@vsnl.com). El Hotel CJ International en la ciudad antigua es el más cercano al templo (Opp. Langar Hall Building; T. 91 (183) 254 3478; www.cjhotel.net; habitaciones con aire acondicionado desde 28 dólares). Y la opción glamorosa, donde se hospedó la reina de Inglaterra, es el remodelado Ritz. En una zona residencial al norte, su edificio aristocrático tiene jardines, piscina, gimnasio y un restaurante internacional (45 Mall Road; T. 91 (183) 226 606; desde 50 dólares la doble). Qué comprar Katra Jaimal Singh, en la ciudad antigua, es buen lugar para conseguir ropa y zapatos, al igual que Lawrence Road. En Hall Bazar se encuentran libros y electrónicos, joyería en el Guru Bazar y especies en Majith Mandi y Dal Mandi. El norte de India es un punto estratégico para la música. Alrededor de la municipalidad y el Jallianwala Bagh se consiguen tablas y armónicas. En las cercanías del templo, cds baratos de cánticos religiosos. Cómo llegar Se puede llegar en tren desde

Calcuta, Bombay, Varanasi y Delhi. El Shatabdi Express es de los más modernos y rápidos, pues cubre en 5 horas y 20 minutos los 475 kilómetros hasta Delhi (www.indianrail.gov.in; 30 dólares la ida). En avión se puede volar desde Delhi (entre 60 y 180 dólares), Chandigarh y Srinagar. El aeropuerto Raja Sansi está a 10 kilómetros de Amritsar. Air India (www.airindia.com) tiene servicio de autobús. Aunque desde Dehra Dun, Shimla, Kulu, Dalhousie y Dharamsala se puede llegar en autobús el tren es más confortable, rápido y menos ruidoso. Dónde comer Los restaurantes suelen estar abiertos desde las 9 hasta las 23 horas. Los dhabas abren y cierran más temprano, desde el amanecer al anochecer, y la mayor parte no tienen número ni de teléfono ni de dirección, pero la calle es más que suficiente para dar con ellos. La comida más rica, fresca y auténtica está en los dhabas o comedores callejeros, donde un almuerzo cuesta entre uno y 3 dólares. Hay que animarse. Los recomendados para desayunar al estilo punjabi (kulchas): All India Famous y Kulcha Chola Dhaba en Maqbool Road, Kanha’s en Lawrence Road y Kanahya’s en Phullonwala Chowk. Bharawan ka Dhaba, a pasos del ayuntamiento, sirve las mejores parathas rellenas de verduras. El pescado amritsari hay que probarlo en Makhan Dhaba en Lawrence Road, famoso internacionalmente. Cerca del Templo Dorado, Parkash ofrece curries de cordero (1.50 dólares) por los que llegan funcionarios y obreros desde hace 53 años. En el corazón de la ciudad antigua, desde 1916 Kesar ka Dhaba atrae a los fanáticos de la cocina vegetariana que se atrevan a superar el aspecto. Excelentes postres. Crystal Chowk (T. 91 (183) 222 5555) tiene fama entre los locales de estar entre los mejores restaurantes para cenar, por la calidad de su cocina punjabi, india, china y mongola y su confortable salón con aire acondicionado. Para una comida de mayor categoría la oferta se concentra en las áreas nuevas de la ciudad, al norte de la estación de tren, donde un almuerzo o cena se cotiza por encima de los 5 dólares. El prestigioso restaurante Ranjit’s del Hotel Ritz ofrece cocina india gourmet y platos internacionales, y su bar tiene una vista maravillosa.